Perú: La ética en la función pública
Al retornar la democracia en el Perú, luego de la caída de la execrable dictadura de la década de 1990, el presidente Alejandro Toledo Manrique (2001-2006) promulgó una importante normatividad, tendiente a establecer mecanismos de ética, transparencia e idoneidad en el Estado, con la loable intención de evitar los innumerables actos acontecidos en la administración de Alberto Fujimori Fujimori.
En tal virtud, seguidamente comentaré el espíritu y la trascendencia de tres disposiciones de enorme significado: la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Nro. 27806 del 13 de julio de 2002), la Ley del Código de Ética de la Función Pública (Nro. 27815 del 12 de agosto de 2002) y la Ley que Regula la Gestión de Intereses en la Administración Pública (Nro. 28024 del 11 de julio de 2003).
Esta legislación enmarca el desempeño público en valores, postulados y un sistema de vigilancia y, especialmente, representa un avance específico para lograr que su desempeño, entre otros aspectos, amerite respeto, confianza y credibilidad. Recordemos: la autocracia devastó nuestra precaria institucionalidad e instaló un método de putrefacción de proporciones inéditas en la vida republicana del siglo XX.
La Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública tiene como finalidad promover la limpieza de las acciones del Estado y regular la prerrogativa a la información. Un aspecto relevante es la creación del “portal de transparencia” en las entidades públicas y, además, precisa los procesos a seguir por el ciudadano interesado en requerir y recibir información gubernamental.
También, establece y define las excepciones cuando se trata de contenidos secretos, reservados y confidenciales. Especifica la responsabilidad de “crear y mantener registros públicos de manera profesional para que el derecho a la información pueda ejercerse a plenitud”. Es decir, facilita examinar cualquier esfera de gobierno y pedir “sin expresión de causa la información que requiera y a recibirla de cualquier entidad pública, en el plazo legal, con el costo que suponga el pedido” (artículo 2, inciso 5 de la Carta Magna).
Por su parte, la Ley del Código de Ética de la Función Pública explica los principios, deberes y prohibiciones para los trabajadores del Estado, entendiendo su desempeño como una prestación a la nación. El artículo 4 considera “como servidor público a todo funcionario, servidor o empleado de las entidades de la Administración Pública, en cualquiera de los niveles jerárquicos sea éste nombrado, contratado, designado, de confianza o electo”.
Expone los preceptos que enmarcan sus labores y prohibiciones. Por lo tanto, reúne una suma de normas regulatorias del comportamiento de estos servidores. Asimismo, quiero enfatizar lo expuesto en el artículo 7, concerniente a los “deberes de la función pública”, al incorporar la neutralidad, la transparencia, la discreción, el ejercicio adecuado del cargo, el uso de los bienes y la responsabilidad.
Por último, la Ley que Regula la Gestión de Intereses en la Administración Pública fija por “gestión a la comunicación oral o escrita, cualquiera sea el medio que utilice, dirigida por el gestor de intereses a un funcionario de la administración pública, con el propósito de influir en una decisión pública”. De igual forma, enumera las operaciones entendidas como “gestión de intereses” y detalla la “decisión pública” y al “gestor de intereses”.
Es pertinente anotar que describe a los funcionarios con capacidad de decisión y, especialmente, aclara que éstos “cuando tengan comunicación con los gestores de intereses, deberán dejar constancia del hecho. El procedimiento y la forma para dejar constancia del acto de gestión, así como para la comunicación del mismo registro respectivo”. Una vez más, refuerza la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública al indicar: “…el proceso de decisión pública es transparente”.
Sin embargo, persisten ostensibles silencios y contrariedades sobre esta legislación. Se asumen cómo una sombra peligrosa y, por lo tanto, subiste ausente empeño para su cabal aplicación: no concurre real y genuina voluntad política. En síntesis, es espinosa, controvertida, atiborrada de desencuentros e incómoda por promover y facilitar la supervisión de la población. A pesar de los notables avances perduran reticencias.
La ética deben liderarla los más altos mandos jerárquicos con intención y potestad para impulsar su interiorización, por encima de la exigencia jurídica. Es un instrumento de reputación y expresión de buenas prácticas gubernamentales. Sórdidos intereses impiden este cometido. Coincido con la aseveración del prestigioso intelectual y expresidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Salomón Lerner Febres: “La ética en la función pública es un horizonte normativo que no se reduce a la corrupción entendida como aprovechamiento económico del cargo”.
Soy testigo de la renuencia hacia la ética. Esta aseveración se sustenta en mi experiencia en la presidencia (ad honorem) del Consejo Directivo del Patronato del Parque de Las Leyendas – Felipe Benavides Barreda. Desarrollar su implementación significó librar una ardua batalla interna y externa. Logré imponerla -a pesar de indolencias, intrigas y recelos de los frívolos, pusilánimes e insensibles funcionarios- como factor inherente a mi permanencia en el cargo. Marqué sin ambigüedades un precedente impar del que estoy orgulloso.
Del mismo modo, creo imperioso analizar su relación en un Estado de Derecho, en el que coexisten componentes de participación institucional y de la sociedad civil inexistentes o neutralizados en un régimen de facto. Es interesante vincular su vigencia y asiduidad en un escenario de libertades políticas y con entidades autónomas capaces de supervisar y sancionar conductas impropias. Sin duda, en libertad persisten visibles estándares de intervención, involucramiento y fiscalización que debemos valorar y consolidar.
La ética garantiza el correcto mandato de las autoridades a las que hemos delegado la atribución de adoptar decisiones para resolver nuestras demandas sociales: en consecuencia, están forzadas a inspirarse en el bien común. Es una manera de entender el ejercicio de la actividad gubernamental. De otro lado, profesar la ciudadanía activa conmina despojarnos de ese lacerante ánimo indiferente, distante, insolidario y asumir la firme cautela de los asuntos públicos. Soslayemos permanecer impávidos, sumisos y callados frente a la penuria moral.
Es momento de reconciliar la probidad en los quehaceres estatales. Es una obligación y un clamor impostergable en estos tiempos de pretensiones oscuras, actuaciones tenebrosas, voracidades oportunistas, elocuentes frivolidades, pusilánimes usanzas y exigua integridad. Tengamos en cuenta las sabías palabras del afamado poeta y dramaturgo francés Víctor Hugo: “Entre el gobierno que hace mal y el pueblo que lo consciente, hay cierta solidaridad vergonzosa”.
(*) Docente, comunicador y consultor en protocolo y ceremonial, etiqueta social, ética profesional y atención al cliente. http://wperezruiz.blogspot.com/